Cuando era niño, ir al rancho de mi abuela era como visitar otro planeta donde todo olía a mango, a plantas y a humedad.
Una de nuestras aventuras favoritas era pasear en el tractor. Nos subíamos donde podíamos, directo en el metal caliente. En esa ocasión, yo iba viendo hacia atrás, con las piernas colgando en la parte de atrás del John Deere enorme.
Debo haber tenido unos 8 años, mi prima 7, mi hermanito 5.
El tractor metió reversa. No hubo aviso. Solo el cambio de ritmo en el motor. Yo tenía el pie demasiado cerca de la llanta. Me dio curiosidad tocarla. Luego, rápido pero en cámara lenta, sentí el tirón. El tractor se quería llevar mi tenis, con mi pié, y conmigo.
Le grité al conductor. O eso creo. No sé si fue voz o nomás lo pensé. Don Agustín no me escuchaba. Pero mi prima sí. Me vio. Se levantó junto al conductor y gritó ella también, pero más fuerte, con ese tipo de grito que sí cambia las cosas. Él frenó. Yo no caí.
Hace poco caí en cuenta que muchas veces me acuerdo del momento exacto en el que pensé: “ya valí”. Esa sensación es algo que no se te olvida, aunque el cuerpo salga ileso.
No me gusta pensar en el “hubiera”, pero a veces se asoma. Un par de segundos más y no la contaba.
 
 
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