Un ritual de hace muchos años era: “calentar el carro”. Uno prendía el motor unos minutos antes de arrancar. Como cuando le das el primer trago al café y esperas que prenda el cerebro.
No sé cuál era la ciencia detrás de calentar un motor, pero la fe era total. Aparte esto sucedió en Hermosillo, donde el motor ya estaba a 38 grados desde que amanecía.
Era una mañana de vacaciones y estábamos en casa de mi tía. Yo tendría ocho, tal vez nueve años. El carro estaba prendido en la cochera, solito, esperando órdenes.
Me subí al asiento del conductor.
Moví la palanca.
Y pisé el acelerador.
Directa.
La idea era moverlo un poco.
Masa por velocidad igual a un niño estampando el carro contra la barda. Un madrazo modesto, sin víctimas. Quizá un faro.
Nunca antes había manejado nada que no fuera mi bicicleta, pero ahí estaba yo, debutando como piloto automático de decisiones mal pensadas. No me regañaron. De hecho, ni me gritaron.
Esa escena era el resumen de muchas cosas: inocencia (por decirlo así), más iniciativa, un poquito de falta de contexto, y esa sensación de que todo está bajo control… hasta que te estrellas con la pared.
La infancia es eso: una serie de intentos mal calculados con consecuencias por lo general no tan graves, practicando para la adultez. Querer manejar sin saber es peligroso, pero creer que ya sabes manejar es peor.
Pasaron unos siete años antes de que volviera a chocar.
¿La infancia es eso? La vida, más bien.
 
 
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