miércoles, 22 de enero de 2025

Entre uñas brillantes y entrevistas importantes

De pronto, recordé aquellos tiempos. Mis primeras aventuras en la capital: traje, corbata y zapatos boleados. Listo para conquistar el mundo.

Había notado que los hombres traían las uñas bien cortadas. Parecía un requisito para pertenecer a la gran ciudad. Las comparaba con las de mi tierra y, la verdad, se veían… diferentes. No lo entendía del todo, pero al final pensé que era como tener el pelo bien cortado: parte del uniforme.

Tenía una serie de entrevistas importantes, así que decidí pasar por la peluquería. En aquellos tiempos, era "la peluquería para hombres". No como ahora, que son barberías con faciales, masajes y mil tratamientos. Que no me molestan, pero eso es otra historia. Total, me siento, y resulta que ahí había una señorita que cortaba las uñas. No le decían manicure ni nada elegante: simplemente “te corto las uñas”. Me pareció razonable, alineado con mis criterios norteños del siglo XX.

La señorita me pone los dedos en agua caliente. Todo bien. Me corta las uñas. Perfecto. Las lima, las lija, las moldea… y quedan bien bonitas. A donde fueres, haz lo que vieres, pensé.

Y entonces viene la pregunta: “¿Te pongo esmalte?”

Yo, en mi total ignorancia, no tenía idea de qué era el esmalte. Supongo que lo pregunté. Lo que sí sé es que, de alguna manera, salí de ahí con esmalte.

Ahí voy, con mis uñas cortadas y brillantes, rumbo a mis entrevistas. Todo iba bien hasta que, a medio camino, miré mis manos. Uñas brillantes. Muy brillantes. Demasiado brillantes. “¡Madres!” Intenté lavarme las manos. No funcionó. Siguiente escena, yo corriendo de regreso a la peluquería.

Por suerte, la señorita solucionó el desastre a tiempo. Llegué a mis entrevistas sin mayor problema. Y aprendí una lección importante: no todo lo que brilla es oro. Bueno, no, esa no. La lección es esta: no hagas experimentos sin margen de maniobra.

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