Tuve la suerte de vivir una infancia increíble, puesto que mi casa estaba frente a un campo de golf, el cuál a su vez estaba a un lado de un bosque. Además, el hecho de vivir en un pueblo representaba un grado increíble de libertad para un grupo de niños. Nos juntabamos y podíamos hacer lo que fuera. Recuerdo muchas cosas, como cuando cruzamos el campo de golf y llegamos a un parque (esa vez si se volvieron locas las mamás). En fin, mil aventuras durante mi temprana infancia.
En el momento de ésta historia tenía yo como cinco años.
Total, había un perro que no sé que tanto nos molestaba, un pastor alemán, propiedad de unos vecinos. Ese día, el Homerín, el Julito, Jorgito, mi hermano Daniel y yo, decidimos que era hora de librarnos de él (Daniel tenía tres años, por lo que tal vez no opinó en ese momento).
El plan era sencillo: conseguiríamos una cuerda y la pasaríamos alrededor del tronco de nuestro árbol (más bien, mí árbol), ataeríamos al Yogui, lo amarrabamos y lo colgabamos. Por algún motivo ya sabíamos que sí lo ahorcabamos, dejaría de respirar y moriría.
De alguna manera logramos hacer unos nudos y preparar la horca. De alguna manera también logramos atraer al perro y asegurar la cuerda alrededor de su cuello. Y de alguna manera también nos la ingeniamos para jalar entre todos y colgar al perro. A veces ni yo lo puedo creer. De un lado de la cuerda el pastor alemán colgando, del otro los niños jalando. Recuerdo que el perro solo colgaba y creo que nos miraba (o tal vez eso ya lo inventé para hacer el recuerdo más interesante). No había sentimientos, no había remordimiento, había que acabar con él.
En eso la dueña del perro llegó corriendo y gritando, y lo soltamos inmediatamente. Falló la misión.
Curiosamente poco tiempo después el perro apareció muerto. Yo lo descubrí. Colgado de una de esas puertas de madera. Al parecer trató de saltarla y se atoró. Era su destino.
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