En la ciudad donde crecí existe la (muy mala) práctica de tirar huevos en Halloween. Me tocó vivirlo y hacerlo un par de años, antes de los dieciocho.
La travesura consistía en tirarlos a gente que anduviera en lo mismo. Gente de la misma edad, de otras colonias que venían a la nuestra o nosotros íbamos a la otra.
Una vez mi mamá me vio y me mandó a la casa, por cierto.
Recuerdo una ocasión en que pasamos por una avenida principal de una colonia vecina, y descargamos unas cuantas carteras de huevo en una establecimiento en donde solía reunirse otro grupo de jóvenes.
Inmediatamente abordaron sus vehículos e iniciaron una persecución. Los habíamos tomado por sorpresa y estaban, además de llenos de huevo, algo molestos. Una molestia limitada a una venganza similar. Ese día se procura, o procuraba, mantener la paz.
Nuestro conductor enfiló hacia nuestro territorio. Logró sacar una buena ventaja, al punto de perderlos de vista.
Para pasar a nuestra colonia, había que pasar por debajo de un pequeño puente.
Sin dar explicaciones, nuestro conductor hizo las maniobras requeridas para quedar justo a tiempo en la parte de arriba del puente.
No había necesidad de platicar detalles. La idea era excelente.
Nos preparamos y segundos después pasaron las camionetas enemigas.
Les tocó una segunda lluvia de huevos.
Recuerdo las caras de sorpresa y me vuelve a dar risa.