Si llegué a faltar a clases tres días en toda la primaria y secundaria, se me hace mucho.
No incluyo preescolar, sobre todo porque hubo una temporada en que decidí terminantemente que no me quedaría en el kinder al que mis padres (sin consultarme) decidieron cambiarme… esa será otra historia.
Rara vez me enfermé de cosas como un resfriado y no recuerdo haber tenido que faltar a clases realmente, excepto cuando hacía frío y me daba una enfermedad respiratoria. Me cansaba caminando y tenía que detenerme a descansar. No podía jugar en el recreo y pasaba esos días realmente mal.
Para mi adorada madre, el hecho de faltar a clases era algo así como pecado mortal, no sé porqué… eso y llegar tarde a algún lado.
Su truco era el siguiente:
Cuando me negaba yo a levantarme me decía:
“Mira… levántate, báñate, desayuna y nos vamos a la escuela… si al ratito te sigues sintiendo mal todavía, me llamas y voy por tí…”
Obedientemente me levantaba, me bañaba y desayunaba… Ya levantado, ¿a qué me quedaba en la casa?
Y ya en la escuela, aunque todavía me sintiera un poco mal, como que no tenía caso. Ya no tenía sueño, ya estaba ahí… ¿ya qué?
Me acordé de esto la semana pasada, porque me sentía cansado ya de varios días, con dolor de cabeza, de esas veces que sientes que te vas a enfermar… no me quería levantar, y mucho menos pasar el día en la oficina.
Pero inconscientemente me dije a mi mismo:
“me voy a levantar, bañar y desayunar… y si al rato me sigo sintiendo mal, me regreso a casa y ya”…
Está de más mencionar que pasé el día en la oficina…